Hace tiempo que las navidades dejaron de ser ese momento en que la familia se reunía debajo del árbol para entonar adorables cantos navideños que provocaban suicidios y asesinatos a partes iguales. Mas que nada porque ahora lo que se llevan son los regalos caros (y que levante la mano el que no le compró a su tía Enriqueta colonia de la cara exclusivamente porque costaba sus buenos morlacos), el comer delante de la tele en nochebuena, la tía Maruja tirándote el champán a la cabeza por creer en el matrimonio gayer y el pensamiento general sobre la comida. O sea: con lo bien que estaba yo en mi casita comiendo Ruffles Jamón jamón y viendo dibujos animados, malditas las ganas que tengo de comerme el pescado de la abuela Gertrudis. Que encima está seco y amohinado. Yeks.
Y es que estas navidades no son como las de antes ni de broma. A ver cómo lo explico: Antes, para mí ir a Cortylandia era un sueño hecho realidad. Tucanes que cantaban, personas que te saludaban con cara psicopática y extraños ruidos de engranaje, canciones que incitaban al consumismo con alegría y felicidad…Ahora, Cortylandia apesta. El de Madrid no, pero el de Bilbao es (lo juro) un grupo de aizkolaris cortando troncos mientras bailan aurreskus y le dicen hola en euskera al niño Jesús, cantando en vasco con gran acento de Vizcaya. Y yo, que lo más que sé decir en euskera es Goazen lagunok amets betean dragoiaren bola bila batera, pues me quedo de piedra. Por no hablar del Papá Noel al que pedir los regalos y al cual dan ganas de pegar en la entrepierna como único presente navideño. O de los telediarios anunciando las inocentadas que van a gastar (que, para colmo, tienen tanta gracia como Pedro Ruiz haciendo monólogos). Nada, nada. Se impone un retorno al pasado. Se imponen las viejas tradiciones, por defecto. Esto es lo que nuestra navidad necesita YA:
Esto no, coño. Dadle a «Leer más».