En la adolescencia, tres decisiones marcarán el resto de nuestra vida: La primera, salir o no salir la noche antes de aquel examen tan importante. La segunda, quedar con tus amigos para echar una partidilla a Warhammer o ir con Laura, la chica pizpireta de 2º B, al cine, McDonald’s y lo que pase. La tercera, comerse ese Bollycao pese a que no tienes demasiadas ganas de bollería o dejarlo pasar e ir a por una manzana. Y, mientras que las dos primeras no tienen solución (pringado ahora, pringado siempre. Así es la vida, amigo, y la pizpireta Laura se irá con el macarra de la esquina que no juega a Warhammer ni maldita falta que le hace), la tercera es la única que creemos que podemos ir mejorando a lo largo del tiempo y el espacio. O sea. En el momento en que no nos vemos el pito al hacer pipí (¿Se han fijado? ¡Artículos para todos los públicos!) por culpa de una barriga como una montaña de grande, pensamos que debe existir una manera de quemar aquel Bollycao. Y las doscientas palmeras de bollo que llegaron después. ¿Existe? ¿Realmente hay una manera de perder quince kilos de una manera fácil, rápida, sana y divertida? Si creéis que sí es que sois unos ilusos. Eso o que vivís felices con vuestra curva repleta de colesteroles, grasas, colorantes y extrañas sustancias químicas que hacen que el chocolate de las Panteras rosas sepa tan delicioso y único. En ese caso os envidio. So mamones. Con vosotros, llega una historia de dolor, traición y hambre. Mucha hambre.
El proceso de empezar una dieta empieza cuando, tirado en el sofá, ensaladera de palomitas en mano, aparece en la televisión una chica con sonrisa de oreja a oreja y te dice que beber Font Vella es guachi piruli porque te hace más sano. Vale, dices. Ya beberé menos Coca-cola, si eso me hace sentir más zen con el medio ambiente. Pero poco después, te anuncian que se puede comer sano sin comprometer tu hambre. Come jamón york, gordaco, para quedarte tan plano como la anoréxica del anuncio. Pues nada, este será mi último bol de palomitas. A partir de ahora, me haré boles de jamón york. Y a partir de aquí, la espiral del terror: Barritas de chocolate light sin sabor a chocolate, ensaladas de pasta que no engordan, chicas y chicos de torsos planos y sonrisas relucientes que te recuerdan que eres un pringado sentado delante de una pantalla no siendo igual que ellos. ¡Maldita sea! ¡Eso no se puede permitir! Y, tirando las palomitas al suelo, te pones en pie prometiendo ser un Adonis, un hercúleo y perfecto semidios. Dos días después, mientras te arrastras por el suelo pensando en sacrificar una cabra a cambio de un poco de chocolate, vuelve a aparecer la chica a decirte que bebas Font Vella. Y una mierda, piensas. La va a beber tu madre, tu jefe o el publicista que te parió. Que no hay quien se crea que haciendo ejercicio y comiendo solo frutas, verduras y alimentos naturales te sientas feliz como una lombriz. Te sientes vacío, débil y con ganas de asesinar a todos los niños que comen Jumpers por la calle. Ah, hijos de puta sin problemas de obesidad.
Jumpers Choco-Fresa: La comida de los valientes
Pero, por si el dolor de ver a todo el mundo comer a tu lado no fuera suficiente (¡Prueben! En el mismo momento que se pongan a dieta, el mundo será una prueba continua: Muestras gratuitas de Donuts, más Burger kings de los que recordabas, tiendas de golosinas de cuatro pisos…), la gente a tu alrededor intenta que te sientas más animado gracias a unas frases prototípicas cargadas por el mismo Satanás. Atentos, porque tarde o temprano alguien entrará en tu vida soltándote un…
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